¿Qué son los hidalgos?
Hidalgo es en su definición «aquella persona que por su sangre
pertenece a una clase noble y distinguida».
¿Cuál es el origen de los hidalgos?. Comencemos por la denominación de
«Hijosdalgo» es decir «Hijos de algo», esto es, que sus ascendientes
se hubieran distinguido por sus hechos o por su posición. Que hubieran tenido
«algo». La etimología de la palabra está perfectamente clara.
Primitivamente en los reinos de Castilla y León, los hidalgos se conocieron con el nombre
de «infanzones», voz que fue quedando en desuso hasta que sólo quedó en
Aragón. Pero unos y otros, los hidalgos castellanos y los infanzones aragoneses
dependían directamente del rey.
En Castilla existió una muy amplia legislación sobre los hidalgos, comenzando por el
Fuero viejo, calificado como el «Código de los Hijosdalgo», y siguiendo con el
Fuero Real, las leyes de Partidas, el Ordenamiento de Alcalá y la Novísima
Recopilación.
La hidalguía, según las Partidas, es «la nobleza que viene a los hombres por su
linaje». En Castilla, la hidalguía, en contraste con las costumbres francesas, sólo
se trasmitía por linaje de varón. Los hidalgos eran conocidos por diversas clases,
siendo los más importantes aquellos de «solar reconocido», o de casa
solariega» que pregonaba la nobleza e importancia de sus ascendientes.
A los que tomaron parte en la Reconquista y alcanzaron la dignidad de hidalgos, se les
denominaba «primarios» y «secundarios» a los que después se
establecieron ya en tierras conquistadas.
Entre los privilegios que el rey concedía a los hidalgos, el principal era el de «no
pechar», esto es, lo que equivalía a no pagar tributos a la Corona. Esta fue la
causa de que estas Chancillerías de la época se conserven multitud de pleitos entablados
entre diversos personajes que se afanaban en poder demostrar su condición de hidalgos
porque a veces era muchísimo más importante quedar exento de pagos y tributos, que
demostrar que se era de estado noble.
La nobleza y aún el ejercicio de modestísimos oficios, no derogaba la hidalguía. En
muchos pueblos existieron hidalgos que eran labradores, zapateros, comerciantes y hasta
«pobres de solemnidad». Y junto a ellos convivían otras personas que eran
ricas, que poseían bienes y que, sin embargo, eran «pecheros» tenían que pagar
los tributos «y todas sus haciendas no les bastaban para alcanzar la
hidalguía».
Los hidalgos pertenecían, en su gran mayoría, a las clases medias, y por lo general,
seguían el nivel de riqueza de las regiones en las que estaban establecidos. Sería muy
aventurado decir que la pobreza fuera general entre los hidalgos, pero que no nadaban en
la abundancia queda destacado por un escritor de nuestro siglo en su «España vista
por los extranjeros». A este respecto, en lo que se refiere a los hidalgos
castellanos dice: «La hora de comer se acerca; la señora aguarda; el hidalgo a su
casa. Los caballeros nobles no tienen nada en sus casas, hay que comprar al día las
vituallas. Torna a salir el hidalgo y compra para los tres -amo, señora y criado- un
cuarto de cabrito, fruta, pan y vino. Modestísima es la comida. No alcanza más la
hacienda de un caballero castellano».
Y este hidalgo aún puede considerarse entre los afortunados porque al menos aunque poco,
ha podido adquirir alimentos por modestos sean. Otros, ni eso podían, al estar sumidos en
la más absoluta miseria. Los hidalgos del siglo XVII se dividían en tres grupos,
claramente diferenciados entre sí:
– Los terratenientes de modestos predios que vivían de su hacienda.
– Los hijos de familias arruinadas, o los que alcanzaron la hidalguía por el número de
hijos que hubieron de emplearse como labriegos o declararse pobres de solemnidad.
– Aquellos que para huir de la miseria se enrolaban en el Ejército. El pueblo español
siempre se ha caracterizado por su ingenio. Ocurre que para alcanzar la dignidad de
hidalgo, o lo que es igual, librarse de la pesada carga de los tributos, impuestos y pagos
al Tesoro Real, existía un medio en el que nada tenía que ver la sangre y sí la
bragueta, hasta el punto que, a aquellos que conseguían la ansiada dignidad, se les
denominó así «hidalgos de bragueta».
El procedimiento no podía ser más simple: consistía en demostrar ante las Reales
Chancillerías encargadas de solventar los pleitos de nobleza y probanza de limpieza de
sangre, que se habían tenido como hijos a siete varones seguidos naturalmente en
legítimo matrimonio. Los que se engendraban fuera de tan sagrado vínculo no se tenían
en cuenta. Un hombre podía tener no un hijo, sino veinte con otra mujer que no fuera su
esposa y para nada le valía si lo que pretendía era alcanzar la condición de hidalgo.
Ahora bien, si podía demostrar palpablemente y sin la menor duda de que su mujer
legítima había parido siete hijos varones y él era el padre con eso bastaba para que se
le extendiera la oportuna documentación que lo acreditaba como hidalgo. Y no importaba
que el solicitante fuera humildísimo, que no tuviera ni un maravedí, que fuera pobre de
solemnidad y aún mendigo o que fuera un total analfabeto, sus siete hijos varones lo
convertían en hidalgo y con ello naturalmente, se le terminaban apuros y agobios para el
pago de los onerosos tributos al Tesoro.
Esto explica que en la España del Siglo XVIII, con nueve millones escasos de habitantes
existieran nada menos que seiscientos mil hidalgos. O sea que aquel que no lo fuera a
nadie podía culpar de no serlo. Bastaba con la procreación y tener a su esposa en los
mejores años de su vida, en un embarazo casi perpetuo. Siete hijos y a otra cosa. Pero
¡ojo! tenían que ser varones, las hembras no contaban. Desde un punto de vista moderno
este hecho se puede enjuiciar como un premio a la natalidad. Algo semejante a los
beneficios de que gozan las familias numerosas de nuestros días.
Aquel que quería ser hidalgo lo único que tenía que hacer era «empreñar»
(usando la terminología de la época) a su mujer siete veces y rogarle al Santo de su
devoción que en las siete ocasiones los hijos venidos al mundo fueran varones, y si estos
no era seguidos, y por medio se metía una hembra, la alegría podría traducirse en
llanto y crugir de dientes.
Quizás de ahí viene aquel refrán de «mala noche y encima parir hija».
Como es natural, la nobleza de sangre nunca estuvo muy de acuerdo con este tipo de
concesión de hidalguía. Que el noble cuya dignidad le venía por los méritos guerreros
hechos por sus antepasados y presumiera de su limpieza de sangre se cruzara en la calle de
su pueblo con un porquerizo llevando una piara de cerdos que, por haber tenido siete hijos
seguidos poseía la misma dignidad que él, debía ser cosa harta de soportar para el
primero. La nobleza entendía que para alcanzar la concesión de hidalguía debía
llegarse por otros cauces y siempre mantuvo una línea de conducta en la que, a pesar de
cédulas de reconocimiento, en lo que a ella respecta no reconocía a los hidalgos
procreadores a los que despectivamente se les denomina como «hidalgos de
bragueta», y es que el número de estos llegó a ser excesivo, existiendo regiones
como Cantabria donde proliferaron tanto que se llegó a decir que todos sus habitantes
eran hidalgos. La nobleza sostenía que la medida era perjudicial para los intereses de la
Corona puesto que con tantos «hidalgos de bragueta», se reducían los ingresos
del Tesoro Real, al estar exentos de los tributos. Más como nada podía hacer para
impedir que determinado individuo «empreñara» a su mujer cuantas veces le
viniera en gana y ella se dejara, lo que hizo fue poner a los «hidalgos de
bragueta» cuantos impedimentos podía con el fin de impedirles llegar a las Órdenes
Militares o a otras instituciones de elevado rango que debían reservarse exclusivamente a
los hidalgos solariegos y de sangre.
Los «bragueteros» sostenían, por el contrario, que ellos eran tan hidalgos como
los otros y de ahí los numerosos pleitos que, como ya dejamos indicado, se promovían en
las distintas Chancillerías y Audiencias Reales. Los hidalgos de sangre, ya que no
podían hacer otra cosa, ponían todo su empeño en enredar de tal modo el asunto que la
decisión final de reconocimiento de hidalguía al «braguero» tardara años y
más años en solucionarse ya que mientras esto no ocurriera, el solicitante estaba
obligado a seguir pagando los tributos.
Estas demoras eran fatales para los que aspiraban a la obtención de la hidalguía por
medio de la bragueta. Al hidalgo castellano, y basta con consultar la novela de la época,
siempre se le representa como arruinado y viviendo en la más absoluta penuria. Lo curioso
del caso es que, apenas alcanzaba la condición de hidalgo, y aunque rabiara de hambre y
no tuviera para dar de comer a los siete hijos engendrados para conseguir la ansiada
dignidad, se mostraba de inmediato orgullosísimo de su estado social y ya no quería
ejercer oficios que antes sí practicó, juzgando como una deshonor el trabajo, hasta que
el rey Carlos II decretó que la hidalguía era perfectamente compatible con el ejercicio
del comercio u otras actividades artesanas que no degradaban, ni menoscababan al hidalgo
que las ejerciera. A partir del siglo XVIII se fue acelerando el proceso de
descomposición de una clase que ya no tenía sitio alguno en el nuevo contexto social y
económico.
Los hidalgos desaparecieron definitivamente como grupo social en los primeros años del
siglo XIX.